Era tarde un día de junio en un verano seco cuando un perro apareció en la casa, buscando agua. Encontró un poco en un tobo medio lleno debajo del porche del frente. Era el perro más grande que yo había visto: negro como el carbón y casi me llegaba a la cintura, con un pecho ancho y una cabeza y unas quijadas enormes.

Recuerdo que pensé que toda mi mano le cabía en la boca.

El sitio bajo el porche era sombrío y estaba protegido, y el perro se quedaba allí. Lo veía en la mañana cuando me iba al trabajo. En la tarde, salía cuando yo estacionaba el auto y ponía la nariz en la ventana del auto. La primera vez que esto pasó, me senté en el asiento de adelante, tiesa de miedo, esperando que el perro se distrajera lo suficiente para yo abrir la puerta del carro y correr por los escalones del frente para entrar a la casa.

En algún momento me di cuenta de que el perro no iba a perseguirme. Una dulzura en sus ojos contradecía el mensaje de su poderoso cuerpo. Así que me sentí valiente.

“¡Sal de aquí!” le grité una noche. El perro bajó la cabeza, bajó las orejas y se escabulló a los arbustos al otro lado de la carretera. Pero a la mañana siguiente, estaba de nuevo debajo del porche. Y esa noche me estaba esperando cuando llegué a casa. Pensé que me estaba cuidando, así que comencé a cuidarlo.

Me aseguraba de que el tobo de agua estuviera lleno. De vez en cuando agarraba puñados de comida para perros de la bolsa que tenía para mis dos Bichons y se la echaba debajo del porche. Era una operación furtiva: mi esposo no quería otro perro.

Un viernes por la noche, sellamos el trato. Hicimos bistecs a la parrilla, ensalada, abrimos una botella de vino y observamos al perro observándonos. En ese momento, el perro tenía la nariz en la ventana en frente de la mesa de la cocina. A medida que yo comía, noté que las costillas del perro se le notaban en el pecho. Las plantas de las patas las tenía rotas y sangraban. Tenía moscas en las heridas en los costados.

Me paré de la mesa. “Le voy a dar esto”, dije, y fui al jardín del frente con mi bistec a medio comer. El perro lo tomó, moviendo la cola con energía, y lo devoró en dos mordiscos. Luego me agarró la mano con su boca y la mantuvo allí, suavemente.

“Ése es el perro más grande que he visto”, dijo David. “Me pregunto si podemos meterlo en el auto. Hay un veterinario como a tres millas de aquí”. 

El empleado en la oficina del veterinario nos preguntó el nombre del perro. “En realidad no tiene nombre”, le dije. “Nosotros lo llamamos perro grande”. Cuando recogimos su chapa, decía “Big Dog Earls” (Perro Grande Earls). 

Eso fue hace nueve años. Con unas pocas excepciones, cada día desde entonces Big Dog ha compartido su gozo con nosotros. La gente de Unity a lo mejor dice que es una actitud de gratitud. Yo diría que Big Dog simplemente es gratitud. Su demostración diaria de agradecimiento comienza temprano en la mañana, cuando oye sus palabras favoritas: “vamos a darte de comer”. No importa si lo que tiene en su plato es la comida más cara o más barata. Todo lo encuentra de rechupete.

Big Dog me cuida, y yo cuido de él. Especialmente ahora, que tiene el hocico gris y su paso es lento. “Sabes, él tiene como 77 años en años de perro”, me dijo David la otra noche. Pienso en los escalones que tiene que subir en la casa, lo poco flexible que amanece en la mañana y el momento en el que se echará y no se levantará más.

Hace unos días fuimos al veterinario para la conversación inevitable, para prepararnos para el día en que tendremos que decirle adiós. Cuando ese momento llegue, la transición de Big Dog será sin dolor en agradecimiento por la buena vida que él nos ha ayudado a crear.

“Ustedes sabrán cuando el momento sea apropiado”, dijo Joyce, la asistente del veterinario. “Lo verán en sus ojos”. Todavía no hemos llegado allí, pero el día vendrá tan seguro como que el invierno sigue al otoño. Cuando llegue, habrá muchas caricias, la Oración de Protección de Unity, un momento en el Silencio —y luego cenizas cayendo suavemente en un lugar con sombra y protegido.

A medida que nuestra visita progresaba, mi esposo pensaba en nuestro próximo perro. Fue entonces cuando Joyce dijo: “Deberían ver a un cachorrito rescatado que acaba de llegar. Tiene como 12 semanas de nacido y ya pesa 15 libras —parece una pelota”.

El cachorrito era negro como el carbón, con una cabeza y un pecho enormes, patas grandes y ojos tiernos. Saltó al regazo de David, moviendo la cola. “Se va a casa con nosotros”, dijo David. Le pusimos por nombre Little Big Dog (Pequeño Perro Grande).

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