El Silencio, como Dios, es profundo, grande y está presente en todas partes. Desde que tengo uso de razón, el Silencio y Dios han sido sinónimos de la naturaleza. Lo aprendí de mi abuelo en los campos de su granja de trigo en Oklahoma y durante un viaje especial de pesca.

Mi abuelo fue mi primer guía espiritual. Era un amable granjero que cargó con la pérdida de dos hijos en la Segunda Guerra Mundial. Su sabiduría simple y directa se basaba en las estaciones y se profundizaba en los patrones climáticos de la vida diaria. Me enseñó que la gratitud es tan abundante como una lluvia que cae suavemente y que la fe siempre se fortalece en tiempos de sequía. Había calidez y afecto en su reverencia por la Madre Naturaleza y en su aceptación de las cosas tal como son. Transmitía sus consejos con calidez, buen humor y me recordaba buscar siempre el lado positivo de las cosas, la belleza en el momento presente.

Mediante su ejemplo, me enseñó cómo encontrar el Silencio interior. Tenía cuatro años la primera vez que lo seguí desde la casa hasta el viejo molino de agua. Íbamos a pescar y mi día de plena conciencia apenas comenzaba. Caminando detrás de él, imitaba cada uno de sus movimientos. Las manos entrelazadas detrás de su espalda. Los pasos largos y lentos. Los oídos sintonizados con la quietud que amplificaba el mugido de las vacas y el arrullo de las palomas. O el viento que hacía girar la bomba de viento que se alzaba como un gigantesco girasol de metal contra un cielo salpicado de nubes. Había un viejo camión estacionado junto a un tanque de agua lleno de pececillos.

Después de juntar a los pececillos, mi abuelo puso el balde de cebo en la parte de atrás del camión y a mí en su regazo, detrás del volante. Me enseñó a mantener mi mente y mis ojos en el camino. Me dijo que yo era quien conducía esa vieja camioneta y que no debíamos salirnos de la carretera. Cuando llegamos a la orilla del río, cebó nuestras cañas de pescar y comenzó a explicarme por qué no podíamos hablar y por qué teníamos que prestar mucha atención a lo que estábamos haciendo, pues los peces podrían oírnos y alejarse. Asentí con la cabeza, sin estar muy segura de que los peces pudieran oír, pero confiaba en mi abuelo y quería usar la caña de pescar con boya, una bolita flotante de color rojo y blanco. Debía mantener mi mente y mis ojos en esa bolita flotante tal vez incluso más cerca de lo que había mantenido mi mente en el camino. Si se hundía, había atrapado un pez.

Desde que tengo uso de razón, el Silencio y Dios han sido sinónimos de la naturaleza. Lo aprendí de mi abuelo en los campos de su granja de trigo en Oklahoma y durante un viaje especial de pesca.

Durante la mayor parte de la mañana, permanecí sentaba en silencio. Centraba mi atención en el suave movimiento de esa pequeña boya. Trataba de contar el número de ondas que hacía en el agua y cómo el sol parpadeaba en cada una de ellas. Se convirtió en un lugar de quietud para mi pequeña y ocupada mente. A veces me cansaba y le daba la caña al abuelo. Me decía que me recostara y mirara al cielo. Decía que podía hacer desaparecer una nube si me concentraba lo suficiente.

Mirando en retrospectiva, sé que capturamos algunos peces. Y yo gritaba de alegría. Recuerdo que creaba historias de peces para compartirlas, pero mi recuerdo más poderoso y perdurable era la felicidad que sentía siempre al entrar en la quietud de la naturaleza en compañía de mi abuelo.

Entrar en el silencio no se limitaba a pescar y observar las nubes, sino que formaba parte de todo lo que hacíamos juntos: jugar a las damas en el porche, caminar por los campos, contemplar el cielo nocturno y ver si la luna creciente o menguante estaba mirando hacia arriba para atrapar la lluvia o si se inclinaba hacia abajo para que cayera y regara los campos.

Incluso en los momentos más oscuros, cuando mi abuela estaba muy grave o mi padre sufría un segundo infarto, nos sentábamos al lado de la cama o nos arrodillábamos en oración, sumergiéndonos en el consuelo de saber que todo —por más doloroso o complicado que fuera— está en orden divino.

A lo largo de los años, en medio de las dificultades y las pérdidas, las celebraciones y las ganancias, recuerdo la devoción de mi abuelo y sus incursiones en el Silencio. He aprendido a amar los espacios abiertos dondequiera que los encuentre.

Acerca del autor

El trabajo de la escritora Rebecca Johnson ha aparecido en varios periódicos y revistas, incluida Unity Magazine®. Es una congregante activa de Unity que asiste a Unity of St. Petersburg en Florida.

Rebecca Johnson

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