Yo solía ser el tipo de persona que, cuando visitaba a familiares o amigos, no traía un regalo, no me ofrecía a llevarlos a comer, no aportaba para comprar comestibles y tampoco ayudaba a lavar los platos. Desconocía que tenía una conciencia de pobreza: creía que nunca tenía suficiente energía, tiempo o dinero para compartir.

Eso empezó a cambiar un día en un café que visitaba con frecuencia. Salía del lugar con un periódico enrollado en mi mano cuando uno de los empleados me detuvo. “No queremos que vuelva aquí”, dijo. “No es bienvenida”.

“¿Por qué no?”, pregunté desconcertada.

 “Se está llevando nuestro New York Times”, dijo.

Le expliqué que el periódico era de otro cliente que me lo ofreció después de leerlo.

El empleado dijo que no me creía. Además, señaló, que yo nunca pedía nada en el café.

Me sentí horrible. Fue doloroso y vergonzoso que me dijeran que no volviera, pero tenía que admitir que el empleado tenía razón. Nunca pedía nada. Justifiqué mi postura: el precio del té era escandaloso, así que pedía una taza de agua caliente y traía mi propia bolsita de té.

Pero no acababa ahí. En lugar de comprar un pastelito, prefería comer las muestras de panecillos que el café ponía para que los clientes probaran. Incluso regresaba para llevarme unos cuantos más, y esperaba que no se dieran cuenta.

Eres una avara, me dije. Mientras más lo pensaba, más me daba cuenta de que yo me creía alguien excepcional: que no tenía que seguir las reglas de la sociedad. Pero ahora que me negaban la entrada, me sentía como una extraña y añoraba ser incluida.

Una actitud de gratitud

Esa noche, me senté en casa y reflexioné. Quería sentirme incluida. Pero ¿acaso estaba dispuesta a cambiar? Mis hábitos estaban muy arraigados. No estaba segura de poder cambiar.

Minutos después, una amiga me llamó para invitarme a una iglesia Unity. Nunca había oído hablar de Unity, pero decidí intentarlo. Fue la primera vez que escuché las palabras
“conciencia de prosperidad”.

“Solo podemos tener lo que estamos dispuestos a dar”, dijo el ministro durante el servicio.

Eso me confundió. Esa idea iba en contra de la forma en que había vivido. Cuando llegó la canasta de donaciones, se la pasé a la siguiente persona y pensé: ¿Por qué debería dar dinero? Aun así, me intrigaron los mensajes y seguí asistiendo.

En otro servicio, el ministro nos animó a dar “con buena disposición, alegría, gozo y amor”. Dijo que si él no se sentía seguro de escribir un cheque, esperaría hasta que se sintiera seguro. La próxima vez que me senté a escribir un cheque, me aseguré de estar de buen humor y escribí “gracias” en el cheque. Sentí una liviandad que era desconocida para mí.

La generosidad es mi práctica, mi margen para crecer. No estoy segura de que alguna vez seré generosa sin esfuerzo. Sin embargo, al desarrollar una conciencia de prosperidad, he cambiado.

Aprendí a dar, no solo dinero, sino también mi talento y tiempo. La iglesia pidió voluntarios para ayudar en un proyecto local de la organización Hábitat para la Humanidad. Me inscribí. Al inicio me sentí incómoda, pero luego lo pasaba bien mientras ayudaba a construir una casa.

Al final del día, se me llenaron los ojos de lágrimas cuando la mamá de la familia que viviría allí nos agradeció nuestro trabajo. Me conmovió su reacción, pero también porque yo había sido parte del equipo que lo hizo posible.

Meses después, regresé al café, aliviada de no ver al empleado que me había desterrado. Pedí un café y en vez de leer el periódico, escribí en mi diario: “Compré café. Está bien que me siente aquí. Soy una persona genuina y adaptable”. Me sentí tan bien que, antes de irme, puse una propina en el frasco. Y esa semana, doné a la iglesia por primera vez.

Practicando la generosidad

Aprendí las enseñanzas de prosperidad por primera vez hace más de 20 años y me han cambiado poco a poco. Una experiencia reciente me mostró cuánto. Mientras me lavaba las manos en el baño de un aeropuerto, vi a una conserje uniformada que trabajaba allí y tuve el impulso de darle una propina. Dudé, pues me preguntaba si ella podría ofenderse. Decidí preguntarle directamente en lugar de darle dinero en la mano.

“Realmente valoro el trabajo que hace”, le dije. “¿Estaría bien si le doy una propina?”.

“Sí, gracias”, dijo ella.

Abrí mi billetera y comencé a darle un billete de un dólar. Pero ¿de qué sirve un pequeño dólar? Pensé.

Bien, cinco, entonces. Pero mis dedos tenían otra idea. Saqué diez. Al dárselo, ella sonrió. Seguí hacia mi puerta de embarque, con alegría. Murmuraba con buena disposición, alegría, gozo y amor. La generosidad es mi práctica, mi margen para crecer. No estoy segura de que alguna vez seré generosa sin esfuerzo. Sin embargo, al desarrollar una conciencia de prosperidad, he cambiado. Sé que no tan solo puedo dar, sino que puedo dar con alegría.

Acerca del autor

Louisa Rogers es una escritora especializada en espiritualidad, viajes, salud física y psicológica. Pasa tiempo entre Eureka, California y Guanajuato, México. Obtén más información en louisarogers.contently.com.

Louisa Rogers

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